martes, 26 de junio de 2007

Un viaje muy Particular


Miró el reloj: apenas eran las once en punto de una mañana fría y gris como el asfalto urbano. El paraguas le chorreaba nieve líquida desde la pernera del pantalón hasta los pies, mojando aquellas sucias zapatillas de tela que tanto le gustaban, pero que vistas desde el ángulo muerto del espejo del autobús parecían dos tristes y sudados fragmentos de un mundo perdido. El suyo.
Cuando se subió uno de los viajeros, un perfumado dandy apoyado en un bastón con empuñadura de nácar, se levantó para dejarle su asiento y caminó casi arrastrando el peso de aquellas zapatillas muertas, intentando buscar un poco de aire en el ambiente fatigado de aquella máquina resollante que la conducía, libro entre las manos, hacia ninguna parte. Un amable viejecillo desdentado le ofreció el asiento al percibir que la chica estaba perdiendo el color en las mejillas. “No es nada, estoy bien, siga sentado”, le contestó ella agradeciendo el ofrecimiento. Lo cierto es que prefería seguir de pie para así observar subrepticiamente a la muchedumbre agolpada en cada resquicio del autobús; en el fondo se divertía observando caras y estableciendo parecidos con aquellas gentes que había conocido en el pasado y que la habían marcado para siempre.
El conductor era un muchacho atractivo, vanidoso pero amigable y, según se podía deducir de su brillante alianza, cargado de responsabilidades familiares. Ella fantaseaba a menudo que se quedaban solos y entonces se proponían un viaje al fin del mundo: él pondría sus manos y su pericia al volante y ella la gasolina para el trayecto. Cruzarían el país de arriba abajo, penetrando sus longitudinales misterios de roca y río, y a través de las ventanillas abiertas respirarían el aire amarillo y cargado del verano austral. Era un país misterioso, húmedo y exótico, que ella no conocía a fondo a pesar de haber nacido en él. La selva quedaba a unas quinientas millas de la civilización, y las montañas de nieves eternas donde antaño habían vivido los dioses estaban aún más lejos, en el infinito límite de la llanura desértica que el hombre no se había atrevido a hollar.
El conductor iba enfundado en una camisa azul que le quedaba demasiado holgada. Había heredado el trabajo de su padre, y también el uniforme, la paciencia de un santo y los buenos modales de un duque. También un par de hoyuelos encantadores que enmarcaban sus mejillas y que le hacían parecer más joven aún de lo que era. A veces ella se quedaba mirándolo descaradamente, cuando al bajarse en su destino él levantaba la vista para comprobar que los viajeros se iban tan sanos y salvos como habían entrado. Entonces sus ojos se encontraban, y en los labios de ambos se dibujaba una sonrisa cómplice. Pero enseguida ella se reñía a sí misma y se decía, una y mil veces, que los hombres casados estaban expresamente prohibidos en su estricto código de conducta. “Lleva alianza, no te hagas ilusiones”, se recriminaba, al tiempo que experimentaba una sensación deliciosa de culpabilidad al comprobar que el joven la observaba, siempre indirectamente, a través del espejismo de las lunas de su vehículo, con una mezcla de interés y deseo renovados en cada hito del camino.
Kilómetro ciento veinte, cinco paradas y bocadillo correoso de queso con aceite de oliva. La chica, cansada del juego de los parecidos imposibles, se sentó detrás de una mujer joven acompañada de su hijita. El viejecillo se encogió sobre sí mismo, como si fuera un bebé de setenta y cinco años, buscando la postura fetal tan querida al ser humano. Apoyaba la cabeza contra el cristal de la ventana, y mientras lo hacía desprendía inconscientemente una leve vaharada que empañaba las ventanas de los demás viajeros. La noche caía sigilosamente como una serpiente pitón sobre su presa: oscura, siniestra y terrible, pero no por eso menos bella. La chica trataba de leer en las líneas del rostro del viejo el idioma antiguo de los hombres que han recorrido los caminos de la tierra. En su cara marchita se adivinaban las fatigas para llegar a fin de mes durante muchos lustros, la soledad contrita de quien no la ha elegido libremente sino que se ha visto abocado a ella, la enfermedad que paraliza y el miedo a la muerte común a todos los que caminan hacia ella. Se sorprendió de la tibieza que latía en la piel anciana al ser tocada, y sintió de repente una inmensa compasión hacia el que durante dos horas y media había sido su compañero de viaje.
“Nacemos con nuestro destino grabado a fuego en las palmas de nuestras manos”, había leído la muchacha en alguna parte. Ahora sabía que esa afirmación no era extraña ni gratuita en un mundo sin fe y sin aparente sentido. Quizás su destino era compartir pedacitos de su vida con anónimos transeúntes que al montar en el autobús cedían parte de ese anonimato en beneficio del contacto sincopado con el prójimo: colas, prisas, asientos cedidos y buenos días concedidos, unían cada día a cientos de seres de múltiples patrias, lenguas, color de piel. Se regaló un minuto para pensar, mientras el paisaje agreste hacía huella en su alma, y como siempre que llegaban a la estación de servicio, bajó la última y se sentó sobre una gran roca que alguien había colocado inopinadamente en el borde derecho de la carretera.
El conductor la miró, intrigado. Sentía un deseo irrefrenable de decirle a esa chica que no hacía otra cosa que pensar en ella. Avergonzado, se recordó a sí mismo que estaba muy por encima de sus posibilidades. Ella, una mujer fuerte y valiente que siempre viajaba sola y él, el típico soñador timorato que se colocaba una alianza falsa en el dedo porque le daba la seguridad en sí mismo de la que normalmente carecía. “Hace falta valor”, se dijo, frotándose el dedo anillado en un gesto de desesperación extrema. “Hace falta valor para estar con una chica así. Pero si ella no se atreve, tendré que dar yo el primer paso”. Allá arriba, las cordiales luces de las estrellas encendían la llama de una confabulación milenaria dictada por los antiguos dioses del amor y el desencuentro.
Kilómetro ciento cincuenta. El autobús ronroneaba quejumbrosamente mientras la aurora se filtraba por las resplandecientes ventanillas, que parecían ojos color violeta llorando lágrimas de vapor condensado. El viejecillo se agitaba espasmódicamente en su asiento, luchando por zafarse de la terrible pesadilla que le acosaba. La chica, un hombre de mediana edad que se había incorporado a la expedición en el kilómetro ochenta y una señora forrada en pieles de zorro se levantaron y acudieron presurosos a calmar al pobre anciano, quien abrió los ojos con dificultad y preguntó a la concurrencia: “¿Dónde estoy?”. El hombre de mediana edad pensó una respuesta sencilla para tan complicada pregunta y, tras dudar algunos momentos, respondió: “Nadie lo sabe. Probablemente llevamos viajando toda la eternidad, pues yo no recuerdo haber tenido una vida anterior a este viaje. Quizás sólo seamos fruto de un sueño”. Ante ellos apareció una gran llanura y, en el horizonte, los verdes irisados de una marisma habitada por caballos salvajes. Al viejo le complació la respuesta filosófica de su erudito compañero y, sonriendo, volvió a quedarse dormido.
El conductor anunció la parada número veinte, y algunos viajeros se apearon y otros nuevos llegaron, completándose el círculo perfecto de la ajetreada vida de los que continuamente se están desplazando sin moverse del sitio. A la chica le pareció agradable sentarse al lado del viejo y oír por un rato la historia de su vida. “Voy al fin del continente, al mar, a ver morir las ballenas. Quizás su contemplación me ayude a mí cuando esté en un trance semejante”, musitó el anciano, con los ojos llenos de emoción y de memorias del ayer. Comprendió, a pesar de sus pocos años, que el hombre estaba realizando el que probablemente sería su último viaje, y decidió que se quedaría con él hasta el final del trayecto. Ahora atravesaban una ciudad: rascacielos de cemento y cristal se adherían a las ventanillas como visiones borrosas de anodina uniformidad monocorde.
Un hotelito en el kilómetro cuatrocientos veinte y parada para pernoctar. El conductor se había armado de coraje y se dirigía con paso acelerado al hall de la recepción, donde la chica y el viejo departían amigablemente. “No estoy casado”, le dijo, cuando alcanzó con sus labios temblorosos la altura de las orejas de la muchacha. Ella tenía ahora en sus manos el dilema de pasar su primera noche de amor en los brazos de aquel muchacho vigoroso, o continuar con su propósito de no dejar solo al anciano ni un solo minuto. El viejecillo era un hombre sabio y pudo interpretar el lenguaje de las miradas, de los gestos, de las caricias apenas esbozadas, del deseo frustrado retenido en las retinas de los dos amantes. Así que prácticamente arrastró a la chica hasta la habitación del chofer y llamó suavemente a la puerta con sus callosos nudillos. “Hasta mañana”, dijo el viejo, con dulzura.
Las zapatillas de la chica estaban esparcidas por la habitación esperando a que su dueña se decidiera a salir de la cama. Era muy temprano, apenas las siete, cuando los amantes se dieron los buenos días con un beso. De repente, la chica recordó su promesa y comenzó a vestirse apresuradamente. “No tengas prisa. Nadie sabe cuánto durará este viaje, ni adónde nos llevará. Lo importante es lo que vivamos mientras, no lo que nos espera al final del trayecto”, aventuró el muchacho mientras chupaba el filo mojado del primer cigarrillo de la mañana. Pero ella ya no escuchaba, y corría escaleras abajo tan rápido que peligraba el entero equilibrio del universo. En la recepción le dijeron que el anciano no había dormido en su cuarto, pero ella de todas formas sabía que había pasado la noche allí, agazapado, esperándola, sentado en el desvencijado asiento que le había tocado en suerte: número veinticinco, pasillo, fumador empedernido.
Desde la distancia se percibía el resoplar de las ballenas en la orilla. Algunos pasajeros se levantaron de sus asientos para tomas fotografías de los majestuosos animales. El viejo y la chica contuvieron la respiración, y se tomaron de las manos porque sobraban todas las palabras. Para uno de ellos era el final del viaje, mientras que para la otra no era más que el comienzo. El conductor, somnoliento, anunció que estaban ante el océano en el que morían las ballenas, y de repente el autobús entero pareció llenarse de tristeza, de susurros, de murmullos. Algunos lloraban, otros guardaron inmediatamente sus cámaras y sacaron las fotos de aquellos de sus seres queridos que habían emprendido el viaje sin retorno, como aquellas ballenas azules varadas en la playa.
El autobús chirrió al llegar a la parada. Viejo y chica se abrazaron fuerte, solidariamente, como dos antiguos camaradas al acabar una guerra. Ella le miró largamente desde el cristal de su ventanilla, mientras él se acercaba con cautela a las ballenas entonando una canción que parecía sumirlas en una tranquilidad tan espesa que casi podía lamerse. “Adiós, viejo”, musitó la chica para sus adentros. Se sentía apenada, y a la vez embargada de una felicidad que nada tenía que ver con la noche de pasión vivida en el hotelito. Comprendió por fin el significado de su amor por el muchacho. Él era la distancia más corta que unía los extremos de la línea del destino de sus manos. Así estaba escrito desde los tiempos de la conjura planetaria de los dioses.
Kilómetro quinientos cinco. Última parada. Los últimos viajeros, rezongando, se bajaron haciendo esfuerzos para simular los bostezos, la inevitable pereza que surge cuando el cuerpo se habitúa a una postura incómoda y es obligado a desperezarse. La chica medía sus pasos por el corredor del bús, uniendo el talón con la punta de la goma de sus zapatillas de tela. El muchacho, que la veía venir desde el espejo del retrovisor, sonreía ampliamente. Así que cuando ella le tapó los ojos con las manos y le dijo: “Pide un deseo”, ya conocía desde hacía mucho la respuesta, quizás desde el principio de los tiempos de los dioses conjurados. Ante ellos, la carretera se alzaba pétrea e invitadora, contoneando armoniosamente sus curvas. Él pondría sus manos y su pericia al volante y ella la gasolina para el trayecto.

Por Francisca Castillo Martín

La verdad que es un relato que me encanto y me atrapo a pesar de su corta extencion, espero que les guste ... saludos MeMe

miércoles, 13 de junio de 2007

Idea

El hombre teme a la diferencia.

La llegada al corazón de la selva en el libro es tal y como nuestras peores pesadillas nos lo presagiaban. La incomprensión será en un principio llamativa y luego de un tiempo, intolerable, detestable y finalmente el objetivo de nuestros esfuerzos erradicadores. Si había algo que nos daba miedo cuando pequeños era la oscuridad, por lo todo lo que podía esconderse en la inmensidad desconocida. En la selva volvemos a encontrar aquella negrura. Hoy en forma de personas físicamente similares. Al igual que nuestro cuarto con la luz encendida, creemos conocerlos y hasta identificar su contenido. En un principio los indígenas responden a esta conceptualización. Pero después apagamos la luz y ya no estamos seguros de nosotros mismos. Hacemos cosas de las que no podemos dar cuenta racionalmente y nos reímos de ellas al despuntar el día. ¿Cómo pensar en asustarnos de la sombra que proyecta el árbol y se asemeja a una bruja cuando los pájaros gorjean y debemos levantarnos para desayunar?. Extraños e incomprensibles, el “otro” diferente es nuestro cuarto oscuro. Lo desordenaremos, le haremos daño, nos desharemos de él como de todo temor: aunando fuerzas para combatirlo de la mejor manera posible. ¿y que sucederá cuando lo veamos a la luz del día?. Muerto, irremediablemente igual a nosotros, y solo podremos lamentar nuestra irracionalidad e intentar que en el futuro los temores no nos venzan, abrir los oídos. O mas sencillo aún, seguir en una espiral de locura, a oscuras frente a las diferencias que nos enriquecen.


PD: Death Note ya tiene 33 episodios, MUY BUEN ANIME!!!
Sophie Scholl, Flores Rotas y Battle Royale (pelis)
QB VII (un libro)

salu2

Juanjo

sábado, 9 de junio de 2007

El subte y la musica

Mas de tres veces por semana tomo el subte para ir a la facultad, es aquí donde he conocido muchos personajes que se relacionan con la música.
Mi viaje empieza en la linea D, estación Tribunales, hago la combinaciòn con la linea B, estación Carlos Pellegrini, hasta Ángel Gallardo, que es donde termino.
En la combinaciòn entre las lineas siempre esta parado un chico de pelo rubio y largo, tocando su violín, lo que más me gusta de verlo es como acaricia su instrumento y disfruta de su música con los ojos cerrados aislándose del mundo.
Cuando ya estoy en la linea B, todas las mañanas me encuentro con una banda, compuesta por cuatro chicos que tocan sus guitarras y un órgano. El líder de ellos canta canciones en ingles, aunque también tienen temas propios que para mi son los mas lindos. Es impresionante la cantidad de gente que se junta para escucharlos y algunos, que no tienen horarios de llegada se quedan disfrutando.
Llega el subte, con su característico sonido metálico. Me subo y en distintas ocasiones van apareciendo los que tocan dentro del subte.
Me he cruzado con una pareja de ciegos, ella lo guia y él toca su acordeòn. la música que hacen es folclórica. también dos chicos que viajan con su guitarra y un amplificador haciendo rock nacional.
Además de todos estos músicos ambulantes podemos escuchar el murmullo incesante de la gente, el ruido de las vías o algún vendedor ocasional.
Bueno así son mis viajes y en otra ocasión les puedo contar de los olores que son muchos y muy variados.

espero que les aya gustado y no me maten por no haber escrito antes.
besos euge

viernes, 8 de junio de 2007

80 por favor

El tan solo hecho de pensar que es día de cursar en la facultad, implica que mi cabeza empiece a hacer sus cuentas para calcular a que hora debo salir, por lo general 45 minutos antes de la hora de entrada, para tomar el colectivo 168 en la esquina de mi casa y llegar a horario.
La verdad es que no me puedo quejar tanto porque la mayoría de los días viajo sentada, aprovechando ese tiempo para dedicárselo a la lectura obligatoria de la facultad, sin prestarle atención a nada alrededor, concentrándome solo en mi texto como si estuviera en mi casa.
Pero los días que viajo parada es cuando presto atención al viaje. Como comenté anteriormente no son la mayoría de las veces, pero también los disfruto.. el recorrido del colectivo no es muy atractivo, viaja ligero, mayoritariamente por avenidas muy transitadas, con muchos autos y colectivos... Av. Mosconi, Olazábal, La Pampa, Av. Forest, Federico Lacroze y Av. Corrientes.
Saco la conclusión de que lo que mas me llama la atención del viaje es ver a través de la ventana los autos que transitan al lado del colectivo, en realidad no les presto mucha atención sino que dirijo mi mirada hacia ellos, solo con la intención de entretenerme un poco.
Al llegar a la Av. Corrientes el viaje cambia, ya mi cabeza se mentaliza de que en unos pocos minutos estoy por bajarme en mi parada y todo cambia.
Sobre Av. Corrientes se encuentra el out Let. de Nike, al cual presto especial atención a su vidriera y en la cuadra siguiente esta la entrada de Sprayette. Allí cada mañana encuentro una cola larga de jóvenes esperando para entrar, y de allí en adelante hasta llegar a la esquina de Av. Corrientes y Gallardo, que es donde me bajo, todo es interesante: mucha gente transitando esta avenida tan importante, muchos locales de ropa que alegran mi visión y sin darme cuenta ya llega el momento de sostener mi mochila y dirigirme al timbre, en la próxima parada me bajo y caminando tan solo 2 cuadras llego a la facultad, por lo general con el tiempo justo.

Un abrazo fuerte para todos MeMe

martes, 5 de junio de 2007

Un viaje Interior

La frace de hoy va dedicada a quienes les interesa viajar:

Hay todo un mundo por descubrir, pero no esta fuera esta dentro de ti y es increible la de cosas que puedes descubrir.

Les mando un beso enorme.. MeMe

viernes, 1 de junio de 2007

una de las de el mas grande..

Hola chicosss..bueno..referente a lugares..,a viajes..a sentimientos que uno suele tener en esos viajes les dejo esta canción, del para mi, mejor escritor de canciones del mundo y de todos los tiempos que es el genio de Joaquin Sabina, esta cancion se llama "Yo me bajo en Atocha" y les adelanto que, despues de describir muchas cosas españolas, explica como el mundo es muy interesante pero nada se compara con las ciudad que uno lleva en el corazón, donde siempre es impresindible pasar, y es imposible no bajar..(asi es para mi, mi querido Gesell) ... un besito..y recomendacion: cuando puedan vayan a verlo al gallego que su show del diciembre pasado fue el mas emocionante que vivi..;)

"Con su boina calada, con sus guantes de seda,su sirena varada, sus fiestas de guardar,su vuelva usted mañana, su salvese quien pueda,.Su partidita de mus, su fulanita de tal.Con su todo es ahora, con su nada es eterno,con su rap y su chotis, con su okupa y su skin,aunque muera el verano y tenga prisa el invierno la primavera sabe que la espero en Madrid.Con su otoño Velázquez, con su Torre Picasso,su santo y su torero, su Atleti, su Borbón,sus gordas de Botero, sus hoteles de paso,Su taleguito de hash, sus abuelitos al sol.Con su hoguera de nieve, su verbena y su duelo,su dieciocho de julio, su catorce de abril.A mitad de camino entre el infierno y el cielo...yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid.Aunque la noche delire como un pájaro en llamas,aunque no dé a la gloria la Puerta de Alcalá,aunque la maja desnuda cobre quince y la cama,aunque la maja vestida no se deje besar,"Pasarelas Cibeles", cárcel de Yeserías,Puente de los Franceses, tascas de Chamberí,ya no sueña aquel niño que soñó que escribía,Corazón de María, no me dejes así...Corte de los Milagros, Virgen de la Almudena,chabolas de uralita, Palacio de Cristal,con su "no pasarán" con sus "vivan las caenas",su cementerio civil, su banda municipal.He llorado en Venecia,me he perdido en Manhattan,he crecido en La Habana, he sido un paria en París,México me atormenta, Buenos Aires me mata,pero siempre hay un trenque desemboca en Madrid.Pero siempre hay un niño que envejece en Madrid,pero siempre hay un coche que derrapa en Madrid,pero siempre hay un fuegoque se enciende en Madrid,pero siempre hay un barco que naufraga en Madrid,pero siempre hay un sueñoque despierta en Madrid,pero siempre hay un vuelo de regreso a Madrid"

jOaqUiN sAbiNa ***

martes, 29 de mayo de 2007

Analogia Viaje-Amor

Y si hoy estoy un poco Romanticona... ahi va la frace que elegi para el dia de hoy.... que la disfruten MeMe
"Ir sin amor por la vida es como ir al combate sin música, como emprender un viaje sin un libro, como ir por el mar sin estrella que nos oriente."

Stendhal (1783-1842) Escritor francés.